lunes, 7 de noviembre de 2011

FRAGMENTO DE "LA REPÚBLICA DEPENDIENTE DE MAVISAJ"


Este fragmento pertenece al capítulo uno titulado, paradójicamente, "El final". Como no es muy extenso, aquí lo tenéis íntegramente:

CAPÍTULO 1 El final

El pequeño haz de luz que se filtraba a través de la tupida cortina de la habitación hacía temer lo peor. El hombre que en ella habitaba estaba a punto de morir, y él lo sabía. Hacía horas que su móvil estaba desconectado, y las llamadas que recibía a través del teléfono fijo eran ignoradas por éste. La suite del hotel Imperial se le hacía inmensa, desproporcionada para lo insignificante que se sentía. Deambulaba sin cesar del salón al dormitorio, deteniéndose en ocasiones en el baño para aliviar el agobiante sudor que invadía su nuca. Mojaba delicadamente su rostro, a la vez que la parte anterior y posterior del cuello, para volver de nuevo sobre sus pasos, en un camino que repetidamente le conducía al mismo sitio. Tomaba aire con tal fuerza, que sus conductos respiratorios apenas daban abasto, expirando y aspirando con tal brusquedad que ni siquiera su cuerpo podía controlar. Mientras su mente viajaba por su pasado, sus cuerdas vocales se deshacían en una tos incontrolada que le provocaba el vómito, un vómito cruel de sentimientos encontrados. Miraba al cielo como buscando un porqué, una respuesta, pero lo único que encontraba era el reflejo que aquel haz de luz producía en la lujosa lámpara de cristal de bohemia. Las prolongaciones de la misma se asemejaban a lágrimas en suspensión, unas lágrimas que paradójicamente él ya no tenía, puesto que las últimas que había derramado minutos antes lo habían dejado exhausto y sin apenas expresión en sus cansados ojos. Seguía andando sin pausa, pellizcándose furiosamente los brazos y golpeando su cara con sus nudillos desnudos. Voceaba de vez en cuando preguntándose el porqué de su ingenuidad, pero sobre todo, el porqué de su situación. Cuando la tos cesaba, jadeaba como un morlaco buscando las tablas intentando que éstas le ayuden frente a la masa vociferante y cruel que espera su muerte. Sus recuerdos y su risa, desesperada en ocasiones, lo introducían por momentos en otro tiempo, cuando él era un hombre sano y fuerte, pero ante todo, admirado y respetado. Sí, iba a morir, sólo él lo sabía, y eso era lo que más le dolía. Ya no había tiempo ni medicinas que pudiesen curar su enfermedad, ésa que produce desgarros irreparables en el corazón, y en el alma. Después de largas horas de «caminata», sus extremidades se relajaron, y su cuerpo y su mente empezaron a experimentar una paz que apenas recordaba. Se sentó tranquilamente frente al escritorio, e intentando recuperar unas fuerzas que ya no tenía, tomó papel y lápiz y firmó la nota que horas antes había redactado de su puño y letra. En el mismo momento en que el teléfono volvía a sonar, un estruendo acalló su sonido, y Pierre Lemerre dejó de vivir. Sí, él sabía que iba a morir, puesto que la pistola que llevaba en su bolsillo se lo recordó desde el primer momento en que entró en la habitación.

Sólo habían pasado un par de horas cuando Jhon Rodríguez entró en la suite. El ir y venir de los inspectores de policía se mezclaba con el murmullo de los periodistas que se arremolinaban en la puerta. Ajeno a todo esto, el cuerpo inmóvil y con el cráneo destrozado de Pierre Lemerre descansaba sobre la silla del escritorio, goteando todavía la sangre, que horas antes corría por las venas del vicepresidente de la República Independiente de Mavisaj.

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