Fragmento de “La República dependiente de
Mavisaj”:
CAPÍTULO 12
El comisario Senara.
Héctor creció entre el amor a su madre y
el odio a su padre, hasta que a los dieciocho años lo pilló la guerra.
Experimentó entonces la crueldad del campo de batalla en sus propias carnes,
teniendo que soportar la imagen cruel de la muerte, pero, sobre todo, la del
sufrimiento. Debía matar a hombres que no conocía, porque alguien al cual
tampoco conocía, así lo había ordenado desde un despacho. Sus ojos vieron
matanzas realizadas a soldados y civiles, sin importar ni querer averiguar si
se trataba de personas inocentes o no. Al fin y al cabo la muerte estaba
justificada, pues aquellos se encontraban en el bando equivocado, y miles de
hombres y mujeres acabaron con sus sueños rotos. Cada vez que apretaba el
gatillo, Héctor sabía que una bala no solo acaba con la vida de una persona,
sino con sus ideas y sus proyectos. Esa mezcla de metal y pólvora no solo
mataba a un cuerpo de carne y hueso, sino que con ella mataba también sus sentimientos
y su ternura. Y no solo los suyos, sino los de sus familiares y amigos. Sabía
pues que una simple bala era capaz de acabar con la ilusión y la esperanza de
decenas de personas, como la que mató a su amigo Roberto. Lo había conocido en
el frente, hacía apenas unos meses. Su carácter jovial y despreocupado hizo que
se sintiese cómodo junto a él, pues sus risas tratando de olvidar aquel
infierno en el que vivían, le hacían recuperar la serenidad en algunos
momentos. Este le hablaba de todo, de su mujer, de sus hijos, de la pasión que
sentía cuando su club de fútbol , el Banona, metía un gol, o de la felicidad
que experimentaba al comprobar que en el mundo todavía había gente que se
preocupaba por los demás, como era el caso de ellos dos. Nunca se separaban, y
en cada enfrentamiento con el enemigo se cubrían mutuamente las espaldas. El
carácter optimista de Roberto le hacía superar su desesperación, como cuando al
tomar por las armas alguna ciudad comprobaban de qué forma el enemigo había
fusilado antes de abandonar su posición a todos aquellos que no eran fieles a
su causa. No solo eran cuerpos de hombres en descomposición lo que encontraban,
sino que ancianos, mujeres y niños también sufrían su intransigencia.
Cuerpos devorados por las moscas y cuyos
intestinos desparramados servían de alimento a las ratas. El mundo, o los que
mandaban en él, se habían vuelto completamente locos, solía pensar Héctor, y
era justo entonces cuando la fuerza de su amigo intentaba calmar su
desesperación. Este, visiblemente impresionado también por aquellas
carnicerías, sacaba fuerzas de flaqueza para desviar momentáneamente su mente y
la de su amigo hacia otros pensamientos, invitando a su imaginación a que los
transportara a tiempos pasados en los que la vida mostraba su cara más amable,
pero aun así, Héctor era incapaz en muchas ocasiones de recobrar la serenidad.
Pensaba en los generales y en los políticos, en cómo decidían protegidos por la
seguridad de sus despachos, el destino de millones de personas las cuales solo
formarían parte, para ellos, de una macabra estadística de víctimas si
finalmente conseguían sus objetivos.
Un homenaje, en el mejor de los casos,
sería el único consuelo para esos hombres que lo habían perdido todo, mientras
presidentes de Estado y militares de alta graduación seguirían disfrutando sin
remordimientos del triunfo de los olvidados. Y también pensaba Héctor que una
simple placa los recordaría, mientras los otros pasearían su desvergüenza
adornando con joyas a sus amantes y engalanando a sus mujeres sin ningún tipo
de rubor.
Esta vida es tan solo para ellos, seguía
pensando, siempre lo ha sido, y precisamente son estos mismos los que
escribirán la historia. Esta siempre recuerda a un gran conquistador, pero
nunca a sus víctimas ni a los que perecieron por su causa. Las maldades que
cometieron raras veces están escritas, pues siempre es el vencedor el que las
narra. Millones de personas mueren por defender una causa, sea justa o injusta,
pero siempre sobreviven los mismos, esos que amparados y resguardados por la
distancia libran las batallas sin arriesgar sus vidas ni las de sus familias.
En efecto, todos estos pensamientos lo
desgarraban por dentro. Héctor odiaba las guerras, pero sobre todo a aquellos
que las provocaban sin tener en cuenta las obscenas y desgarradoras
consecuencias que estas acarrean a gentes anónimas e inocentes. Sí, hombres
anónimos e inocentes como su amigo Roberto, que ya no podría jamás jugar con
sus hijos ni acariciar a su esposa. En infinidad de ocasiones recordaba cómo en
su lecho de muerte y en mitad de una desoladora trinchera, su amigo le pidió
que le diera a su mujer un beso de su parte, pero en la mejilla, claro, y que
les dijera a sus hijos que su padre los estaría observando y cuidando siempre, porque
era mago, como él mismo les solía decir, y que nunca consentiría que nada malo
les ocurriese. Que fuesen fuertes y valientes, y que cuidasen siempre de su
madre.
Aquella horrible palabra de seis letras
llamada guerra, que muchos pronunciaban tan a la ligera y sin medir sus
nefastas consecuencias, significaba para Héctor la confirmación real del
sadismo de la raza humana, la cual era capaz de acostumbrarse a ella como si
una parte de nosotros mismos se representase en sus actos. Actos espeluznantes
y macabros que día a día iban desgarrando sin compasión el verdadero sentido de
la vida, y dejando atrás esa virtud aliada del hombre llamada bondad.
Así es, estos pensamientos se entremezclaban
en la mente del joven Senara mientras en su memoria retenía obstinadamente, y
contra su voluntad, imágenes de una crueldad que él nunca había visto hasta
aquel momento. Cadáveres mutilados y en descomposición formaban parte de sus
días, al tiempo que la suave brisa del amanecer golpeaba su sentido del olfato,
tan pronto despertaba de aquel sueño reparador en el que su mente lo había sumido
la noche anterior. Así era, el viento arrastraba sin querer el nauseabundo y
pestilente olor de los cadáveres en putrefacción que la batalla del día
anterior había dejado tras de sí. Pero no solo eran los sentidos del olfato y
de la vista los que sufrían aquel sinsentido, sino que los otros tres tampoco
se quedaban ajenos a aquella situación. Sus oídos ya no solo estaban agotados
por el fuerte silbar de los proyectiles y el ruido ensordecedor de las bombas,
sino que lo peor aparecía cuando estas cesaban y daban paso a aquella infinidad
de lamentos salidos de las mismas entrañas de las gentes. Y aquel macabro
sonido de quejidos y maldiciones daba paso inmediatamente a un horror más
intenso, pues con sus propias manos debía recomponer los cuerpos devastados de
niños que le suplicaban su ayuda para poner fin al desgarrador sufrimiento que
las terribles heridas de la metralla habían causado en sus jóvenes y tiernas
carnes. Se hizo un experto, a la fuerza, en hacer torniquetes y taponar la
sangre de los cuerpos maltratados por aquel vil metal que no diferenciaba entre
niños y adultos, ni tampoco respetaba a mujeres y ancianos.
No, no era solo una guerra entre soldados,
pensaba Héctor, sino que esta es una guerra contra todo y contra todos. Y sin
poder darse una mínima tregua, el sentido del tacto daba paso al del gusto,
pero no porque este tuviese que entrar en acción, sino por todo lo contrario.
En efecto, era el hambre la que entonces les recordaba, a él y al resto de
seres humanos que sufrían la guerra en primera persona, que su presencia
siempre está omnipresente en este tipo de situaciones y conflictos. Cuerpos
esqueléticos y fantasmagóricos formaban parte de aquel puzle inacabado en el
que unos cuantos «iluminados» habían abocado al resto de sus compatriotas a
sufrir. Por eso, en una ocasión, cuando su mente no pudo asimilar el horror que
sus ojos vieron una vez finalizada la batalla, su conciencia lo instó a
liberarse de ese peso obligándolo a sacar de su interior la rabia contenida.
Escribió entonces una escueta carta a su madre en la que le indicaba muy brevemente
que el horror, además de consumarse, no tenía fin:
Hola madre:
Hoy, tanto nuestro enemigo como nosotros
mismos, hemos
asesinado con nuestras bombas al sol y a
la luna, a la música
y, también, al canto de los pájaros. Sí,
madre, los hemos
asesinado porque atrás quedan niños y
mujeres, ancianos y
jóvenes, que ya jamás podrán contemplar
un amanecer con el
sol como protagonista, ni una luna llena
repleta de armonía
y pasión. Ya no oyen ni sienten, y por
eso ya nunca jamás,
podrán escuchar la dulzura de la música a
través del delicado
canto de los pájaros. Así es, madre, los
hemos asesinado
con nuestras manos al disparar ese vil
metal que solo sirve
para exteriorizar lo peor de nosotros
mismos. Ya no queda
nada atrás, madre, sino humo y
desolación.
Es curioso cómo la vida de los humildes
no vale casi nada, pensaba el joven Héctor, pues son esos desconocidos que
forman parte de una gran masa social de olvidados que a nadie importan, a pesar
de que «ese nadie» son ellos mismos y que constituyen el noventa y nueve por
ciento de la sociedad. Y siempre se decía para sus adentros lo mismo: «Dicen
que la unión hace la fuerza, pero yo me pregunto cuándo sucede eso, viendo
sobre todo que ese solitario uno por ciento es capaz de manejar el mundo a su
antojo».
La guerra acabó, pero entonces llegó la
paz de los vencedores o la soledad de los vencidos, como se la quiera llamar, y
Senara comprobó en sus propias carnes cómo el horror no tenía fin…
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