sábado, 8 de octubre de 2011

FRAGMENTOS DE "LA PLAYA DE REBECA"


Estos dos nuevos fragmentos pertenecen al tercer capítulo titulado "El mundo por patria".
Primer fragmento:

El despertar de aquella mañana volvió a ser placentero. Parecía como si algo dentro de mí me invitara a recomponer mis pedazos rotos, a pensar por momentos que todavía había tiempo, que no todo estaba perdido, y que todavía tenía intacta la ilusión de la esperanza. Recordando las palabras de Rebeca de que intentara aliarme con mi tiempo, salté de la cama por inercia, sin saber todavía qué hacer, pero sabiendo que debía salir de aquel refugio y observar todo lo que me rodeaba.

Sin rumbo fijo, empecé a caminar hacia el pueblo, oliendo la brisa de la mañana y admirando aquellos prados verdes humedecidos por el rocío del alba. Toqué las piedras de aquellas primeras casas del pueblo, como si su vejez tuviera que transmitirme sabiduría. Pisé con ansia aquellas callejuelas con sus adoquines despedazados por el tiempo, y sin darme cuenta, me paré delante de una portezuela entreabierta, en la que en su interior se adivinaba un desorden de sillas y mesas recién limpiadas. Intuí una voz desde su interior que me invitaba a entrar, y así lo hice.

—Buenos días, soy Séneca, el tabernero. Usted debe de ser el forastero que se ha instalado en una de las casas de la playa, ¿no es así?

—Así es. Me llamo Juan, y espero no importunarle a estas horas.

El tabernero me miró extrañado y soltó una carcajada que retumbó en mis oídos.

—Sepa usted que hace ya un par de horas por lo menos que empecé a servir las primeras copas de aguardiente. Aquí la gente se acuesta pronto y se levanta con el sol. Es lo que han hecho siempre y no creo que a estas alturas tengan ya ganas de cambiar.

—Discúlpeme, supongo que la vida aquí es muy diferente a la de la ciudad.

—Pues si quiere que le sea sincero, eso es lo que dice mucha gente, pero yo, a mis años, no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Ésta ha sido mi vida durante setenta años, y a mi edad, ya no tengo ganas de experimentar como ustedes, los jóvenes.

—Bueno, no tan joven, hace varios años que cumplí los cuarenta.

—¿Usted? Un chaval, hombre; se lo digo yo.

—Gracias, oír eso le alegra el día a uno. Por cierto, ¿tiene algo que ver su nombre con el famoso Séneca de Córdoba?

—Pues claro hombre. Mi padre fue un gran admirador de la civilización romana, y no es que mi padre fuese un hombre muy culto, pero siempre decía que le ayudaría más leer un libro de historia, que pasarse las tardes jugando al tute.

Al oír el chirriar de la puerta a mi espalda, giré la cabeza y observé la silueta de un hombre corpulento, de unos veintitantos años, con un semblante serio y que con las manos levantadas se volvió hacia mí.

Segundo fragmento:

(Juan hablando con Rebeca)

—Acababan de vivir una guerra, una de esas guerras incomprensibles si la analizas de una forma precipitada, pero comprensible, que no justificable, si analizas todos sus pormenores. Aquella gente había visto cómo sin apenas darse cuenta, amigos y vecinos empezaron a odiarse por justificar el amor a una patria. ¿Y qué es la patria? ¿Qué puede justificar que alguien mate por ella? Porque los que realmente iniciaron el conflicto amaban más al poder y al dinero, que por cierto siempre es un «actor» presente en estas cuestiones, que a su propia patria. Las gentes eran iguales, no podías apreciar ninguna diferencia viendo sus rasgos, dejando claro que tampoco hubiese habido ninguna justificación si hubiesen sido de razas diferentes. Pero es que ni eso los separaba. Y entonces, ¿qué pasó? Sencillamente que alguien encendió la llama del odio, ese sentimiento de ego desproporcionado de que su cultura y costumbres son mejores a las demás. Pero no contentos con esto, desprecian la individualidad y la forma de ser del que tienen al lado, pero no porque sea mala o les haga algún daño, sino porque es diferente. Las personas no nos conformamos en ser como somos, queremos que los demás se parezcan a nosotros, que estén bajo nuestro control. Posiblemente sea un problema de inseguridad en nosotros mismos, de pensar que el otro nos hará daño por no ser como nosotros; y éste es el caldo de cultivo para los de siempre, ese pequeño grupo de «privilegiados» que tienen el poder, y utiliza todo lo que está a su alcance para explotar la situación en su propio beneficio. Somos cien por cien manipulables como sociedad. Recuerdo cómo en algunos regímenes totalitarios, e incluso «aparentemente» democráticos, se utilizaba a agitadores para reventar manifestaciones que iban en contra del poder establecido, con el fin evidente de mostrar al mundo que aquéllos que protestaban eran todos unos delincuentes. Era el mismo gobierno el que colocaba en puestos estratégicos a gente pagada por él para crear disturbios. Y en la mayoría de las ocasiones, de cara a la opinión pública, les solía salir bien. Como he dicho, somos totalmente manipulables, y dominar los medios de comunicación es dominar el mundo. No en vano, estamos en la era de las comunicaciones.

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