CAPÍTULO XXIII
Las palabras de Godal
Contra pronóstico, y sin nadie esperarlo, el acusado se
levantó parsimoniosamente de su silla y pidió al tribunal la palabra. El
desconcierto fue total en la sala, pues se suponía que el juicio había llegado
a su fin. Tan sólo faltaban las deliberaciones del jurado y la sentencia del juez,
y de repente, aquel anciano rompía por enésima vez las normas establecidas. No
obstante, en un alarde de humanidad de cara a la galería, el juez le concedió
la palabra mirando fijamente al abogado defensor como recalcándole que si
alguien en este mundo ostentaba claramente el don de la justicia y la bondad,
ése era él y sus compañeros al frente de la Confederación.
Godal, renqueante y casi sin aliento, subió al estrado
ayudado por su abogado, y sacando fuerzas de donde no tenía, empezó a hablar
con la mirada puesta en el horizonte:
—Nací en la Tierra, como muchos de los presentes, pero a
diferencia de los más jóvenes, yo todavía recuerdo cómo era la vida en ella. No
tema—se dirigió entonces al juez—, no voy a contar a estos jóvenes ninguna
tremebunda maldad. Sólo les voy a hablar de lo bello, de lo que yo sentía
cuando mis sentidos invadían mi alma, cuando todo mi vello corporal se erizaba
por la dulce y húmeda brisa del mar al acariciar mi piel mientras los rayos del
sol invadían todo mi ser. Llegué a sentir en mi juventud el embriagador y
fascinante calor humano que produce el contacto de los cuerpos, ese calor que
no sólo te hace arder por fuera, sino también por dentro. Mis ojos vieron
paisajes inimaginables, en donde las montañas se separaban para formar valles
repletos de agua y de vida, y en donde el verde de los árboles se mezclaba con
el intenso azul que el cielo nos regalaba. Y mientras tanto, mis oídos se
extasiaban con el pausado sonido de los riachuelos y el placentero trinar de
los pájaros que te sugería que hasta la música formaba parte de aquel paraíso.
Recuerdo que caminaba…, caminaba inmerso entre los sonidos del bosque
acompañado en todo momento por los delicados aromas de las flores en primavera,
y mientras lo hacía, comprendía que la naturaleza me había regalado aquel día,
aquel instante imperecedero que siempre formará parte de mí. Y de repente, sin
darme cuenta, cerré los ojos y di vueltas sobre mí mismo. El leve y
desconcertante, pero a la vez maravilloso, mareo, hizo que cayera de espaldas
sobre la húmeda y fresca hierba que lo cubría todo, y de inmediato empecé a
volar. Sí, volé, volé como un pájaro y como nunca antes hubiese imaginado. Volé
por todo el valle, atravesando a mi paso cumbres nevadas y lagos de un azul
intenso y espectacular. Y seguí volando, divisando cientos de países con los
ojos de la razón cerrados, pero abiertos de par en par los de la esperanza,
ésos que son capaces de imaginar un mundo sin armas, sin barreras, sin hambre y
sin miseria. Así es, imaginé un mundo al revés, un planeta limpio y solidario
en donde los hombres no sólo buscasen su propio beneficio personal. Sé que
estaba soñando, despierto, pero soñando. Fueron quizá aquellas «sensaciones
narcotizantes» que minutos antes habían despertado mis sentidos y lo mejor que
hay en mí, las que probablemente alimentaran mis desvaríos, pero aun así, he de
deciros que por unos instantes me sentí el hombre más feliz sobre la faz de la
Tierra.
Godal sabía que a pesar de los avances tecnológicos, el ser
humano en el fondo seguía siendo igual de incivilizado e insolidario como a
principios del siglo XXI, cuando él nació, pues en aquella época a casi nadie
le importaba realmente si al otro lado del mar la gente seguía muriendo de
hambre y enfermedades.
Lo único que querían era no verlo, ya que de esa forma sus
conciencias les dejarían dormir tranquilos hasta el final de sus días. La
manipulación de sus mentes, pues, era algo a lo que la humanidad estaba
dispuesta desde el principio de los tiempos, pensaba Godal.
Tan pronto acabó de pronunciar sus palabras, una sincera
sonrisa de bienestar invadió el rostro, en ese instante ya sereno y sin dudas,
de su abogado defensor. Así era, su instinto no le había traicionado, pensó el
joven letrado, pues sin ningún tipo de dudas y bajo su particular punto de
vista, aquel hombre era inocente de los cargos de inmoralidad y maldad
premeditada de los que se le acusaba. Quizá el veredicto final fuese de
culpabilidad, pero en el fondo ya no importaba, pues a través de aquel juicio
el joven abogado comprendió que se había encontrado a sí mismo. Había podido
alejarse al menos por unos días de aquella manipulación a la que le habían
sometido desde su infancia, y por fin, después de muchos años, consiguió pensar
de una forma objetiva e independiente, sin manipulaciones de ningún tipo,
siendo capaz también de sopesar varios puntos de vista y finalmente poder
decidir de una forma objetiva su propia opinión. En definitiva, por primera vez
en su vida, había pensado por él mismo. Sí, pensó de repente, «había pensado».
Y así, sin esperarlo, se dio cuenta de inmediato que en el mundo…
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