CAPÍTULO
12
Era el hambre la que entonces les recordaba, a él y al resto de seres humanos
que sufrían la guerra en primera persona, que su presencia siempre está
omnipresente en este tipo de situaciones y conflictos. Cuerpos esqueléticos y
fantasmagóricos formaban parte de aquel puzzle inacabado en el que unos cuantos
«iluminados» habían abocado al resto de sus compatriotas a sufrir. Por eso, en
una ocasión, cuando su mente no pudo asimilar el horror que sus ojos vieron una
vez finalizada la batalla, su conciencia lo instó a liberarse de ese peso
obligándolo a sacar de su interior la rabia contenida. Escribió entonces una
escueta carta a su madre en la que le indicaba muy brevemente que el horror,
además de consumarse, no tenía fin:
Hola madre:
Hoy, tanto nuestro enemigo como nosotros mismos, hemos
asesinado con nuestras bombas al sol y a la luna, a la música y también, al
canto de los pájaros. Sí, madre, los hemos asesinado porque atrás quedan niños
y mujeres, ancianos y jóvenes, que ya jamás podrán contemplar un amanecer con
el sol como protagonista, ni una luna llena repleta de armonía y pasión. Ya no
oyen ni sienten, y por eso ya nunca jamás, podrán escuchar la dulzura de la
música a través del delicado canto de los pájaros. Así es, madre, los hemos
asesinado con nuestras manos al disparar ese vil metal que sólo sirve para
exteriorizar lo peor de nosotros mismos. Ya no queda nada atrás, madre, sino
humo y desolación.
Es curioso cómo la vida de los humildes no vale
casi nada, pensaba el joven Héctor, pues son esos desconocidos que forman parte
de una gran masa social de olvidados que a nadie importan, a pesar de que “ese
nadie” son ellos mismos y que constituyen el noventa y nueve por ciento de la
sociedad. Y siempre se decía para sus adentros lo mismo: “dicen que la unión
hace la fuerza, pero yo me pregunto cuándo sucede eso, viendo sobre todo que
ese solitario uno por ciento es capaz de manejar el mundo a su antojo”.
La guerra acabó, pero entonces llegó la paz de los
vencedores o la soledad de los vencidos, como se la quiera llamar, y Héctor
Senara comprobó de nuevo en sus propias carnes cómo el horror no tenía fin.
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